Poesia

jueves, 12 de diciembre de 2019

"Las colinas de Kampala"

Un recorrido de intersecciones entre lo público y lo privado
Por Pablo Durán


- Nunca salí de Uganda, salvo cuando me trasladaron a Sudáfrica para curarme. Si no habría muerto.
Mientras conducía,  Gerald abría para mí diferentes rendijas por las que podía adentrarme a la vida en Kampala.
La sonrisa tímida y el firme apretón de su mano maciza y franca, fueron las cartas de presentación de Gerald. De mediana estatura y cuerpo robusto, sus ojos y la blancura de sus dientes, el hablar pausado con voz grave, todo en él trasmitía serenidad. No me animé a preguntar su edad pero no tendría mas de cincuenta años.  Desde hacia tiempo ya que él vivía en Entebbe, a orillas del lago Victoria, uno de los lagos mas grandes del planeta y del que nace uno de los principales afluentes del Nilo.  Desde Entebbe, Gerald recorre casi a diario el trayecto a
Kampala, capital del país. Hasta allí me llevó el trabajo esos días de comienzos de noviembre y no quería irme sin recorrer la ciudad. Hay sitios a los que tal vez nunca más  regrese,  o de los que difícilmente salgamos alguna vez. Así, Kampala se convertía en la intersección de esas dos situaciones que nos reunían con Gerald esa mañana.
Kampala despertaba con pudor. Una bruma se anteponía entre la ciudad y nosotros. El sol se insinuaba por detrás de las colinas. Desde lo mas alto del cielo, la gama de colores tornaba desde un gris progresivamente rojizo, hasta la cresta incandescente de las colinas, para volver a apagarse, desdibujando la silueta  de la colina teñida de un gris esfumado. Abajo la ciudad, estática, salpicada de manchas verdes, rojizas, grises y cada tanto alguna lámpara que perseveraba a pesar de lo avanzado del amanecer. Detrás de la bruma apenas podía distinguirse ese mosaico de colores que formaban los arboles, los tejados, las construcciones, inanimados desde esa altura, que ocupaban todo el valle y el rojo de la tierra, que es el rojo de África.
Miramos desde una especie de balcón natural en la colina Narimembe, una de las siete colinas que rodean la cuidad (aunque dicen que en realidad son mas de siete). Desde allí, en silencio, contemplamos la ciudad detrás de ese velo nebuloso.
Era una mañana fresca y apacible. Detrás nuestro se elevaba la Catedral Anglicana, coronando la colina. El edificio era imponente, de un intenso color terracota, construido con ladrillos cocidos, enmarcado en el verde fuerte salpicado de flores de los jardines que la rodean.
Saludé a quien parecía ser el portero, que me devolvió el saludo con un leve movimiento de la cabeza e ingresé al templo.
La nave principal estaba vacía. Una luz brillante entraba por los grandes vitrales que la rodeaban. Solo los bancos de madera y yo éramos testigos de lo que sucedía unos escalones más arriba, en el coro que antecede al altar. Un pastor daba una plática a algo mas de una decena de mujeres y hombres jóvenes que lo oían en silencio. Palabra, voz grave que llenaba la gran nave del templo. Por dentro el templo era sobrio. El coro, dos escalones por arriba del nivel de la entrada, cubierto por una alfombra roja y bajo arcos de estilo gótico, era de una belleza particular. Bancos, un atril con una cabeza de águila tallada, reclinatorios, el órgano, todo de madera oscura que contrastaba con el color claro de las paredes.
Busqué a Gerald pero no estaba a la vista. Salí y rodeé el edificio. Allí estaba, detrás de la Catedral, conversando con el portero.

- Ya podemos seguir camino? Me preguntó

Comenzamos a bajar por una calle angosta, flanqueada por sendas sin vereda, transitadas por niñas y niños camino a la escuela con uniformes de colores variados, gente caminando, motocicletas. La complejidad de la vida de esa ciudad de algo mas de un millón de habitantes se hacia más evidente en la medida que descendíamos por las angostas calles. Transitar desde la colina hacia el valle era como sumergirnos en un océano profundo. Un mar de motocicletas que nos sobrepasaban, camiones, cargados con cachos inmensos de bananas o mercadería de la mas variada, buses pequeños repletos de pasajeros.

- Me envenenó quien era mi esposa en ese momento. Por eso debieron trasladarme a Sudáfrica. Es que me engañaba con alguien y quiso matarme.

Así Gerald abrió para mi otra página, ahora más íntima y misteriosa, contada con la misma sonrisa con la que relataba la vida cotidiana, la cultura, el fluir de la ciudad, de su pueblo y su propia historia.
Situaciones límite que en la esfera de lo individual o colectivo, irrumpen muchas veces marcando las
vidas de las personas. Situaciones que imprimen en lo profundo del ser, marcas y señas en códigos ininteligibles. Limites entre la vida y la muerte, ser un casi vivo o casi muerto, seres amados, odiados, envenenados, restaurados.

Mercados callejeros, alcoholismo, prostitución, el VIH que sigue matando y matando, ladrones y arrebatadores que aprovechaban el congestionamiento en el tránsito para escabullirse con algún botín desde una ventanilla de los vehículos, todo estaba allí entrelazado, en una mañana que apenas había iniciado.
-Esto no debe suceder en su país, me decía
- Sucede, como en todos lados.
La intensidad del movimiento me generó una sensación similar y a la vez diferente a la que tuve en la colina de Narimembe. Esa sensación de no poder ver con claridad, de no distinguir los detalles hasta que la vista se acomodara. Desde la colina, era la bruma la que escondía los detalles. Aquí, en la ciudad, era el caos. De la paz y frescura de la colina a la sensación de estar en medio de un mar revuelto.
Habíamos dejado las calles angostas que descendían desde la colina. Estábamos detenidos en el tránsito en una avenida ancha. Una joven con una biblia en su mano me hablaba enfáticamente, gesticulaba y señalaba hacia su corazón, hacia mí y al cielo. Un niño ofrecía unos plátanos pequeños (muy dulces, según Gerald). Una anciana vendía pequeños saches con agua. No me había dado cuenta de que Gerald había apagado el motor de la camioneta.
- Aquí es así. En ciertos momentos del día no se hace caso a los semáforos. Sólo a los agentes de tránsito, que hacen lo que pueden. Solo queda esperar.

Pasaban los minutos y seguíamos sin movernos. Sólo las motocicletas o las personas a pie fluían a nuestro lado. Mi respiración se desaceleró. Me fui acomodando a ese otro tiempo y dejé también yo fluir mi mirada, mi pensamiento y mi mente con las historias que Gerald relataba.
Me contó de sus tres hijos; el mayor con su primera mujer y dos niños mas pequeños, en edad escolar, con su actual mujer. Lo poco que veía a su hijo mayor; lo mucho que le demandaban sus hijos pequeños.
-Sucede,  como en todos lados (y con matices también), pensé.

 Gerald encendió el motor de la camioneta y volvimos a ponernos en movimiento. Nuestro recorrido siguió hacia Kasubi, otra de las colinas, hacia las tumbas de los Reyes de Buganda, el mayor de los reinos tradicionales en la Uganda actual. 
Las tumbas de Kasubi son un santuario, construido en 1882, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, alberga cuatro tumbas reales. En el año 2010 un incendio destruyó el edificio, que está siendo reconstruido actualmente.  Ingresamos a través de una pequeña construcción cónica, de techo de paja, construida con juncos, madera y adobe. Inicialmente había sido la casa del rey, hasta que se construyó la casa más importante, donde actualmente se encuentran las tumbas. Desde entonces, la construcción pequeña fue destinada a la guardia del rey. Avanzando, nos encontramos con otra construcción similar, que alberga los tambores reales, que con diferentes ritmos anunciaban la partida del rey, su regreso o su muerte. Un gran predio abierto, destinado a las celebraciones y actividades comunitarias mira hacia el edificio principal y al semicírculo que forman las casas de las Reinas.
Los hombres, guerreros, guardianes y responsables del cuidado del predio, también se ocupan de la fabricación de tejidos de corteza vegetal, una artesanía antigua de los baganda. Quien nos guió en esa visita (Gerald allí fue visitante por un rato) nos explicó que originalmente eran los artesanos del clan de Ngonge, dirigidos el artesano-jefe hereditario, quienes fabricaban tejido de corteza vegetal para la familia real baganda y el resto de la comunidad. Los vestidos reales y ceremoniales se elaboraban con ese tejido. Se hace con la corteza interna del árbol mutuba (Ficus natalensis). Actualmente los utilizan de lienzo sobre el cual pintan imágenes que retratan su cultura y otras artesanías textiles.
Continuamos nuestro recorrido, alternando colinas y valle, historias, palacios, templos. La colina Mengo y el Palacio Liburi, del Rey de Buganda; Kibuli y la mezquita mayor de la ciudad;  la Catedral Católica Santa María en la colina Lubaga; y la Universidad Makerere, en la colina que le da nombre.
Lo público y lo privado, la cotidianidad, lo íntimo, la sensibilidad, la sociabilidad, los afectos, que Philippe Aries y Georges Duby abordan con exquisita claridad a lo largo de la historia, eran retratadas para mi por Gerald, estaban en carne viva allí, ante mis ojos, a mi alrededor. Historias e imágenes humanas, intercambios comerciales en las calles, mezcladas con historias de reinas, calles en las que no había límites claros entre humanos, motocicletas, automóviles, vida privada, comercio.
Imposible comprender en una breve estancia allí, detenido varios minutos en medio de una carretera, cuáles son las prácticas de la sociabilidad y formas de la intimidad que allí se dan. Pero sí era posible sentirlo.
Atardecía y debíamos iniciar el camino hacia Entebbe. En mi caso para tomar el vuelo de regreso y en el caso de Gerald, a su casa. Ya había atardecido. Recorrer los treinta kilómetros de ruta fue aun mas complejo que el recorrido por la ciudad. Fueron mas de dos horas de ruta, de marcha y de motor apagado. De atardecer y noche. Y de una larga carretera flanqueada a cada lado de una intensa vida, de música, de comercios, bares, de tierra roja.
La sensación en esta última etapa ya no fue ver la de percibir la ciudad esfumada bajo el velo de la bruma, ni la de sumergirme en un profundo mar. Fue la de fluir al ritmo lento de la vida que por allí circulaba, a nuestro lado. El ritmo de mi respiración era otro, mas pausado. Lo público y lo privado estaba fuera del vehículo tanto como dentro, en Gerald y en mi. En nuestras historias compartidas y en nuestros silencios.  Sociabilidad anónima, de la que habla Aries, y sociabilidad fragmentada, sin límites claros entre ellas estaban allí.
Gerald me acompañó hasta el pie de la escalera que me llevaría hacia el sector partidas del Aeropuerto. Se ofreció a subir pero le agradecí; ya era tarde y su familia lo esperaba en casa.
Allí abajo estaba su vida, la vida, sin imágenes esfumadas. Me estrechó nuevamente su mano, fuerte.
- Avíseme cuando regrese. Queda mucho más por conocer.
Al día siguiente recibí un mensaje por Whatsapp preguntando si había llegado bien.