Poesia

lunes, 29 de julio de 2019

Explorando territorios, más allá (o más acá) de los contextos
Acerca de la experiencia creadora de Matías Duville
Por Pablo Durán

Cada mañana transito casi el mismo recorrido. Las mismas calles, esquinas; el mismo paisaje, el mismo territorio. El mismo y diferente a la vez. No es un recorrido extenso. En algunas oportunidades las incursiones son mas audaces. Atravieso los límites habituales.
Recorridos y territorios que reconozco. Calles, coordenadas, intersecciones relacionadas con el tiempo transcurrido, con la evaporación de ciertos elementos y la permanencia de algunas sensaciones.
Aromas a especias, lenguas entrecruzadas, el rugido interminable del tránsito, la humedad que abraza, el contraste entre la vivacidad de los colores de los tejidos de mujeres y el cielo plomizo. Los alrededores del Gran Bazar de Estambul, la puerta de Jaffa en Jerusalén, las inmediaciones de Gengenbach en la Selva Negra, San Juan la Laguna en Guatemala y todos los sentidos en el Jardín de los Sentidos de Yvoire.
Pero también hay territorios menos explorados y no explorados. Lejanos. Afortunadamente surge de tanto en tanto un impulso de audacia. Impulso, deseo, algo, que mueve hacia esos tierras vírgenes.
Y hay uno que no se parece a ningún otro. El territorio interior. El poeta Ives Bonnefoy habla de él como una promesa hacia donde creemos ir. Y en esa promesa está su lugar. Si es así, una promesa hacia donde queremos ir ¿desde donde partir? ¿Dónde se inicia el recorrido?
Hace algo mas de un año recorrí la muestra “Romance atómico”, de Matías Duville. Entre diferentes intensidades de luz, sonido que me transportaba a un ambiente uterino o subacuático, entre esculturas que recuerdan objetos que bien podrían estar suspendidos en el espacio o bien en el fondo del mar.
Transitar la muestra, la geografía allí recreada, fue como caminar en el vacío. Duville cree que su obra es como “hacer desaparecer todo el contexto y lo único que existe en ese momento es la masa amorfa que tenés allí adelante”. Habla de un diálogo entre vacío y materia, diálogo entre uno y la cosa.
Vivimos en contextos, que creamos o inventamos. Contextos que pueden ayudar a entender, a justificar, pero también a distraer de la cosa y perderse. Perderse en el
bosque y morir en la boca del lobo,
creyendo que era la tierna abuela.
Perderse en las circunstancias,
perderme de mi. Cuántas
procesiones hemos hecho sin que
fueran las propias; cuántos credos
profesados casi en simultáneo,
hasta ser casi una promiscuidad;
cuántos clubes alentados. Pero,
¿quién realmente marchó en esas procesiones; quién rezó; quién cantó desde la tribuna? ¿Yo, o son mis circunstancias las que me hacen sentir, ver, creer, caminar?
Afortunadamente existe el arte, me dije, para experimentar, crear, hacer desaparecer. “El dibujo para mi fue siempre como un experimento increíble y de total libertad. Agarrar las cosas que conocemos y tratar de verlas desde otro ángulo”. En una serie de dibujos realizados entre los años 2006 y 2011, pero también salpicado en otras obras, está la idea de objetos flotando, suspendidos, árboles con raíces, pero sin suelo, piedras sin sostén.
“Esta escena yo me la imaginaba así: un paisaje con sus árboles y cabañas, su ruta con el puentecito que llegaba a la casa y de repente, con una especie de shock mental, decía bueno, quiero hacer desaparecer la tierra, la idea de planeta...donde una idea de modificación me lleva a otra idea y donde se mezclan la química, la psicología, la física, obviamente la geografía”.
¿No es hacia “la cosa” y no hacia el contexto, hacia donde deberíamos tender? Por supuesto, el contexto existe, caminamos entre contextos; hasta “la cosa” es en un contexto. Pero por qué no animarse alguna vez a hacer desaparecer el contexto y mirar aquello suspendido, entre lo que nos movemos y transitamos.
“Hasta ese momento (2008 o 2009) no concebía otra idea que la idea mental, como ficción, fantasía, obviamente influenciada por el mundo real, pero mas enfocada en las alucinaciones del cerebro... para llevar más al extremo esas ficciones necesito creer que lo puedo lograr. Entonces es como que hice este proyecto (Alaska), que tiene tres etapas: la primera, que tiene que ver con el viaje mental...con dibujos luego y después con el viaje real, que fue como una especie de hiperrealidad.

Imaginamos un territorio, una vida, un camino, un nosotros. Obramos en ese sentido. Y hoy nos miramos en una instantánea que nos muestra una realidad que puede o no asemejarse a lo imaginado. ¿Encanto o desencanto; imaginación o realidad?
Imaginar, crear, realidad, hiperrrealidad. Una suerte de nudo borromeo, registros de un ser hablante desde el arte. De un ser andante. Atravesar la paradoja de recorrer un camino interior, mas extenso y hasta casi inabarcable en comparación con territorios exteriores. Audacia y vértigo son requisito y consecuencia para iniciar el camino. ¿Inconciencia? No lo creo.
“Bueno, a ver si esto es lo que imaginé hace un año atrás y estoy caminando por la proyección mental de hace un año atrás, a ver que me pasa”, se preguntó Duville antes de dirigirse a esa Alaska que para él no era un territorio en un mapa sino una hiperrealidad. “Y fue fantástico porque lo que yo encontré ahí no tiene ver, no solo por lo expansivo del paisaje sino por sumar al cerebro esa idea de ir mas allá”.
Vivimos hacia afuera, a la intemperie, abiertos al mundo, en territorios aparentemente amplios y extendidos, pero a la vez desnudos. Distinto sería si a esa intemperie llegamos viniendo desde un adentro, de nuestro propio fondo, y allí también podemos volver en búsqueda de refugio, de alimento. Tal vez simplemente en búsqueda.
El proyecto Hogar, algo más reciente (iniciado en 2011 y que continua en el tiempo), es una “escultura no monumental, casa vaciada de función y verticalidad, a nivel del suelo, equiparada con el paisaje donde se encuentra”, dice Rodrigo Moura de la instalación de Duville (Hogar, Santiago García Navarro, Matías Duville, Rodrigo Moura. Sigmon de Vajay Ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2015). “Un trabajo que no opera en el nivel de la figuración sino de lo simbólico”, para Moura.
Una obra en medio de la naturaleza, una casa aplanada, en diálogo con la naturaleza de la llanura pampeana y con las imágenes de su autor. Un recorrido en el proceso que para Duville es un ir del “basement mental al fondo real”.
El afuera, la naturaleza, esta allí y podemos nutrirnos de ella. Pero muchas veces ese afuera nos consume. La calle, los ámbitos, los espacios tóxicos, muchos otros. Siempre allí, siempre los mismos y otros.
¿Entonces por qué son diferentes esas mismas geografías que recorro cada día? ¿Cambian ellas, cambio yo, cambia el recuerdo que tengo de aquello que hace tiempo imaginé sería ese paisaje?

En la obra de Duville hay trazos, caravanas, formaciones sólidas, vestigios, formas mixtas. Pero hay continuidad, entre planos, en el plano. Peces que logramos ver a ambos lados de la superficie del agua, seres de la profundidad del mar que parecen al descubierto, filos atravesando los planos. No hay arriba o abajo; no hay interno y externo, no hay corroído o nuevo. “Yo quería hacer una obra totalmente primitiva (Discard Geography. Sam Art Projects. Paris. France, 2013) ... desarmando la idea de tiempo, que empieza con eslabones muy grandes y cromados y que se van oxidando...finalmente no importa cual es el principio, cual es el final, que significa el óxido, que significa el cromo...porque si vos generás adecuaciones visuales para destruir la idea de tiempo, en un momento
presente y pasado comienzan a convivir”.
¿Entonces, qué territorio recorro? Y este tránsito que hago y lo que en él veo, ¿es presente, lo imaginado o lo recreado? Tal vez sea un nuevo andar, por tierras vírgenes, como dice Duville, “donde yo soy el espectador, el único espectador o el que ve esto es el único espectador”.
Actores por momentos, espectadores; observadores, observados. ¿Para quién transitar, desde dónde hacerlo, por qué camino: uno real, uno imaginado, uno pensado?
¿Es el territorio, la geografía en sí misma, o la conexión que se da con ella lo que me permite ese ir y volver, ese persistir, siempre diferente, con aromas, sonidos o texturas? Como dice Duville, “todo se trata de una vibración, de irse, de volver. Que en esta especie de lectura de la pieza o de las instalaciones o de los dibujos o de las esculturas se produzca esa especie de cautivación... Entonces cuando realmente sucede, aunque sea un instante, digo Bueno, ya está (y golpea las manos sobre la mesa), ahí me quedo. Ese lugar es el que busco y supongo que la razón por la cual hago esto”.
PD. Julio, 2019.

viernes, 19 de julio de 2019

infancia, historia y experiencia


Hay una cotidianeidad que empobrece, pero hay también palabra
Lecturas sobre niñez, historia y experiencia
Pablo Duran

Una mañana, al preguntar a los niños del Centro Barrial qué historia querían que leyéramos, Ramiro respondió inmediatamente:
-       “la del Mono Coco”.

-       ¿Y por qué esa historia, que la contamos hace unos días?
-       “Porque esa ya la conozco”, respondió sin dudar.
Privados de experiencia quedamos a la intemperie, desamparados. Para Giorgio Agamben,“formular una teoría de la experiencia implica hacer una teoría sobre la infancia, la que a su vez no puede pensarse anterior o independiente del lenguaje”.
Walter Bemjamin y luego Agamben se han enfocado en el problema de la experiencia en el mundo moderno. Es particularmente la pobreza de experiencia, consideran ambos autores, lo que caracteriza a este mundo moderno. Según Benjamin, “la pobreza de nuestra experiencia no es solo en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general”.
La experiencia entendida como elaboración y no como mera recepción y acopio de datos, como capacidad de articular los acontecimientos que registramos; el sujeto que realiza la experiencia considerado no como un sujeto individual sino sujeto colectivo; y la experiencia entendida no como algo anterior al lenguaje ni prescindiendo de el, sino hallando en el lenguaje el medio que la hace posible, son los tres elementos centrales de la concepción benjaminiana de la experiencia que claramente resalta Staroselsky.
A la luz de esos tres ejes intentaremos analizar dos textos seleccionados: el cuento Icera, de Silvina Ocampo (Ocampo, 2018) y el texto “El libro de Monelle” de Marcel Schwob (Schwob, 2012).
Icera es una niña que, junto a su madre, mira y desea ávidamente los pequeños muebles de muñeca que se exhiben en la vidriera del Bazar Colón. En su pobreza, solo le es dado recibir los pequeños regalos que por simpatía y piedad el jefe de la sección muñecas, Darío Cuerda, le regala, como “un vestido, un sombrerito, guantes y zapatitos de muñecas, averiados, que se vendían como saldos”. Icera, a fuerza de voluntad, detuvo su crecimiento y el paso del tiempo, vestida en las diminutas prendas de muñeca y posteriormente alojándose en la caja de muñecas de la vidriera, a pesar de sus ya cuarenta años.
Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867; París, 1905) relata en “El libro de Monelle” la historia de una muchacha misteriosa y encantadora. Presenta las Palabras de Monelle; Las hermanas y por último a Monelle misma, su aparición, su vida, su huida, su paciencia, su reino y su resurrección.
Icera y Monelle transitan caminos diferentes, a la vez que dejan indicios, metáforas, en torno a la niñez, que nos interpelan.
Ambas viven en contextos de pobreza y donde también el deseo de no crecer estaba presente. Icera codiciaba, nos dice, el juego de muñecas, deseando dormir en la exigua cama de madera y moverse entre los diminutos muebles de muñecas.  
Monelle también habita en espacios de pobreza. Schwob dice que Monelle:
“No sabe cómo llego allí. Fue un día lluvioso, en una época en que los hombres encontraron por la calle a niños vagabundos que se negaban a crecer. Niñas de siete años imploraban arrodilladas que su edad permaneciera inmóvil”.
En Icera no hay elaboración y procesamiento de lo vivido. Se presenta tenaz, persiguiendo como idea directriz el ocupar el lugar de las muñecas. Ella sola, junto a una madre pasiva, que simplemente la acompaña, repite la frase “no debo crecer, no debo crecer”.
En forma diferente, Monelle, que se presenta inicialmente como la que esta sola, se expande, fluye, cambia en su transcurrir. Hay registro de aquello que Benjamin refería como el procesamiento inherente a la construcción de experiencia. Schwob presenta a Monelle como alguien que no crea, pero sí desmenuza; llama a la destrucción y a la renovación y niega el acostumbramiento, a que “cada vida y cada muerte parezcan nuevas y extrañas”. Mientras Icera solo busca entrar en esa casa de muñecas y allí preservarse, Monelle explora, busca y no teme exponerse: “volveré al corazón de la noche, pues es necesario que me pierdas para volverme a encontrar…”
Mientras Icera se encierra, Monelle atraviesa la noche y regresa. Monelle es quien busca niños en las calles, con sus lámparas, juega con ellos y les lleva el socorro de una llama sonriente en medio de la noche.
Igualmente, ambas se presentan diferentes frente a otro. Icera se presenta en soledad y aislamiento. Schwob presenta a Monelle como la que no tiene nombre y la que tiene todos los nombres.  Monelle somos todos, dice Schwob, y es también sus hermanas, que son ella misma. Todas ellas “Atormentadas de egoísmo y voluptuosidad, de crueldad y de orgullo, de paciencia y de piedad, sin haberse encontrado aun a sí mismas”.
Icera y Monelle expresan dos actitudes contrapuestas: cerrazón y esperanza, soledad y apertura, sujeto individual o colectivo frente a la posibilidad de experiencia.
Monelle cree y espera; transcurre y construye experiencia como proceso colectivo. “Y es en esos días lúgubres en los que Monelle descubrió las lucecitas humeantes … que los niños resguardan en sus manos... En esta estación lluviosa y oscura, en este tiempo ignorado, las únicas lámparas que arden son esas lámparas infantiles. Y esas lámparas los mantiene vivos”, transformando, iluminando sus vidas.
En Monelle hay pasos y muerte, pascua y resurrección, porque Monelle muere y resucita. Y en su resurrección nos dice que “Todo cambia sin cesar, pero nos hemos acostumbrado al cambio y ya no lo percibimos. Nuestro error fue detenernos de esa manera en la vida y, quedándonos quietos, mirar pasar las cosas, o intentar detener la vida y construir una mirada eterna entre las ruinas flotantes”.
Y es Monelle misma quien relata que cada noche encienden un fuego en un lugar distinto y alrededor del fuego inventan historias de pigmeos y muñecas vivientes. Palabra, como medio que hace posible la experiencia.
Mientras Monelle se pierde y se encuentra, mientras resucita e inventa historias nuevas cada noche a la luz de pequeñas lámparas, Icera permanece en sus pequeños vestidos y muebles de muñeca sin crecer “por estar destinada a dormir noches futuras en aquella caja, que impidiera su crecimiento en el pasado”. No crece y no hay otro futuro que el que le espera en esa caja de muñeca. Sin procesamiento, sin sujeto colectivo, sin palabra mediadora, sin posibilidad de historia.
Icera se presenta bajo las apariencias del encierro y la soledad, en una repetición y sostenimiento de lo conocido, empequeñecida. Icera encontró esa forma de estar ante lo desconocido, la de sostenerse en el pequeño ámbito conocido y resguardado de la caja de muñecas.
Por el contrario, aquello que entendemos por experiencia, es lo que se nos presenta de forma inmediata apaciguando la sensación de angustia o de inquietud ante lo desconocido. Es aquello que nos previene de ser sorprendidos por una ignorancia que nos implica. Ignorancia que nos interpela y para lo cual no tenemos palabras que puedan nombrarlo, que se erige como amenaza y ante lo cual no tenemos palabra que ofrecer.
Esa historia la conozco; puedo contarla, dice Ramiro
Walter Benjamin denuncia la pérdida de la experiencia en la sociedad de postguerra, el silencio, la “pobreza de experiencia” consecuencia de la catástrofe de la guerra.  Giorgio Agamben cree que ya no necesitamos catástrofes de ese tipo; es la cotidianeidad presente en las ciudades modernas la que resta experiencia. Es la incapacidad de traducirse en experiencia lo que vuelve hoy insoportable la existencia cotidiana, plantea.
Es entonces lo cotidiano, lo próximo, la fuente de donde abrevar y de donde se hace experiencia. Acontecimientos comunes e insignificantes pueden ser punto de partida,  suma, eslabón, para constituirse en experiencia.
Pero también puede ese mismo cotidiano ser incapaz de traducirse en experiencia, si es la atrocidad de la guerra como lo expresaba Benjamin, o la violencia, el olvido, la pobreza, la injusticia o el mismo hecho de resguardarse en una caja de muñecas para no crecer.
Tanto la ausencia, la pobreza, como la sobreabundancia extrema, nos dejan sin palabra, privan de experiencia.
Hechos que pueden presentarse como lluvia necesaria para crecer y se constituyen en experiencia, o sequía y diluvio que terminan devastando.
Creemos con Agamben que “La experiencia tiene su correlato necesario no en el conocimiento, sino en la autoridad…autoridad que en el tiempo presente tiene su fundamento en lo inexperimentable y nadie estaría dispuesto a aceptar como válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia.”
Palabra que lo pone en posición de autoridad; “puedo contarla”. La contracara de “condensarse en autoridad, en relato, en palabra” de la experiencia es la de condensarse en sumisión o sometimiento, sin historia ni palabra sobre la cual constituirse sujeto, ante una realidad que angustia, carente de oportunidades para la experiencia.
Ante la crudeza de la realidad y la perdida de fantasía, sin palabra que medie, solo es posible repetir lo conocido. Y si eso es pobreza, violencia, eso se sostendrá y replicará. El perpetuo retorno de lo mismo, opuesto al progreso que implica el camino vital, se ubica del lado de la pulsión de muerte, plantea Freud.
Ramiro podría decirnos: El cuento del mono coco lo conozco y puedo contarlo yo.
No genera miedo, angustia ni ansiedad, porque “ese cuento lo conozco y lo hago mío” nos diría.
La experiencia es entonces refugio, bálsamo, camino que permite condensarse en autoridad, en palabra, en relato. Por el contrario, la orfandad, el silencio, la falta de palabra son causa y consecuencia de la pobreza de experiencia.
Y es cuando hay lugar para la experiencia cuando se acoge a uno mismo y al otro, mutuamente, y allí la experiencia se constituye palabra, relato, dialogo.
Y esto es aún más relevante en el niño, en el infante que es “el que no puede hablar”. Tendrá voz, pero no palabra y mucho menos relato. Palabra y relato que se conformaran con esos otros que lo acogen. Hospedar, al infante sin palabra, al niño, como el pobre, el indígena, el migrante, el desplazado, es también la posibilidad, el ámbito para construir relato e historia.
Y cuando la falta de espacios/oportunidades para hacer experiencia, cuando la violencia que paraliza y silencia se instala ante el que no tiene voz, eso mismo es violencia y orfandad.
La repetición, el sostener el relato conocido, el quedarse en la experiencia conocida, reafirma, pero al mismo tiempo limita. No permite crecer, como fue con Icera.
Hacer experiencia como elaboración colectiva, alejada del subjetivismo y de la comprensión del ser humano como espejo del mundo, permitiendo la posibilidad de transformarlo, ampliando su concepción más allá del ámbito del conocimiento, como experiencia religiosa y experiencia estética que adquiere una potencialidad política, transformadora, como motor de cambio.
Privados de experiencia quedamos a la intemperie, desamparados. Hospedar, particularmente a quien aún carece de la palabra, es brindar el espacio para la experiencia, es cobijar y abrigar.
PD