Hay una cotidianeidad que empobrece, pero hay también palabra
Lecturas
sobre niñez, historia y experiencia
Pablo Duran
Una mañana, al preguntar a los niños del Centro
Barrial qué historia querían que leyéramos, Ramiro respondió inmediatamente:
- “la del Mono Coco”.
- ¿Y por qué esa historia, que la contamos
hace unos días?
- “Porque esa ya la conozco”, respondió sin
dudar.
Privados
de experiencia quedamos a la intemperie, desamparados. Para Giorgio Agamben,“formular
una teoría de la experiencia implica hacer una teoría sobre la infancia, la que
a su vez no puede pensarse anterior o independiente del lenguaje”.
Walter
Bemjamin y luego Agamben se han enfocado en el problema de la experiencia en el
mundo moderno. Es particularmente la pobreza de experiencia, consideran ambos
autores, lo que caracteriza a este mundo moderno. Según Benjamin, “la pobreza
de nuestra experiencia no es solo en experiencias privadas, sino en las de la
humanidad en general”.
La
experiencia entendida como elaboración y no como mera recepción y acopio de
datos, como capacidad de articular los acontecimientos que registramos; el
sujeto que realiza la experiencia considerado no como un sujeto individual sino
sujeto colectivo; y la experiencia entendida no como algo anterior al lenguaje
ni prescindiendo de el, sino hallando en el lenguaje el medio que la hace
posible, son los tres elementos centrales de la concepción benjaminiana de la
experiencia que claramente resalta Staroselsky.
A
la luz de esos tres ejes intentaremos analizar dos textos seleccionados: el
cuento Icera, de Silvina Ocampo (Ocampo, 2018) y el texto “El libro de Monelle”
de Marcel Schwob (Schwob, 2012).
Icera
es una niña que, junto a su madre, mira y desea ávidamente los pequeños muebles
de muñeca que se exhiben en la vidriera del Bazar Colón. En su pobreza, solo le
es dado recibir los pequeños regalos que por simpatía y piedad el jefe de la
sección muñecas, Darío Cuerda, le regala, como “un vestido, un sombrerito,
guantes y zapatitos de muñecas, averiados, que se vendían como saldos”. Icera,
a fuerza de voluntad, detuvo su crecimiento y el paso del tiempo, vestida en
las diminutas prendas de muñeca y posteriormente alojándose en la caja de
muñecas de la vidriera, a pesar de sus ya cuarenta años.
Marcel
Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867; París, 1905) relata en
“El libro de Monelle” la historia de una muchacha misteriosa y encantadora.
Presenta las Palabras de Monelle; Las hermanas y por último a Monelle misma, su
aparición, su vida, su huida, su paciencia, su reino y su resurrección.
Icera
y Monelle transitan caminos diferentes, a la vez que dejan indicios, metáforas,
en torno a la niñez, que nos interpelan.
Ambas
viven en contextos de pobreza y
donde también el deseo de no crecer estaba presente. Icera codiciaba,
nos dice, el juego de muñecas, deseando dormir en la exigua cama de madera y
moverse entre los diminutos muebles de muñecas.
Monelle
también habita en espacios de pobreza. Schwob dice que Monelle:
“No sabe cómo llego allí. Fue un día lluvioso, en una época en que los
hombres encontraron por la calle a niños vagabundos que se negaban a crecer.
Niñas de siete años imploraban arrodilladas que su edad permaneciera inmóvil”.
En
Icera no hay elaboración y procesamiento de lo vivido. Se presenta tenaz,
persiguiendo como idea directriz el ocupar el lugar de las muñecas. Ella sola,
junto a una madre pasiva, que simplemente la acompaña, repite la frase “no debo
crecer, no debo crecer”.
En
forma diferente, Monelle, que se presenta inicialmente como la que esta sola,
se expande, fluye, cambia en su transcurrir. Hay registro de aquello que
Benjamin refería como el procesamiento inherente a la construcción de experiencia.
Schwob presenta a Monelle como alguien que no crea, pero sí desmenuza; llama a
la destrucción y a la renovación y niega el acostumbramiento, a que “cada vida
y cada muerte parezcan nuevas y extrañas”. Mientras Icera solo busca entrar en
esa casa de muñecas y allí preservarse, Monelle explora, busca y no teme
exponerse: “volveré al corazón de la noche, pues es necesario que me pierdas
para volverme a encontrar…”
Mientras
Icera se encierra, Monelle atraviesa la noche y regresa. Monelle es quien busca
niños en las calles, con sus lámparas, juega con ellos y les lleva el socorro
de una llama sonriente en medio de la noche.
Igualmente,
ambas se presentan diferentes frente a otro. Icera se presenta en soledad y
aislamiento. Schwob presenta a Monelle como la que no tiene nombre y la que
tiene todos los nombres. Monelle somos
todos, dice Schwob, y es también sus hermanas, que son ella misma. Todas ellas “Atormentadas
de egoísmo y voluptuosidad, de crueldad y de orgullo, de paciencia y de piedad,
sin haberse encontrado aun a sí mismas”.
Icera
y Monelle expresan dos actitudes contrapuestas: cerrazón y esperanza, soledad y
apertura, sujeto individual o colectivo frente a la posibilidad de experiencia.
Monelle
cree y espera; transcurre y construye experiencia como proceso colectivo. “Y es
en esos días lúgubres en los que Monelle descubrió las lucecitas humeantes …
que los niños resguardan en sus manos... En esta estación lluviosa y oscura, en
este tiempo ignorado, las únicas lámparas que arden son esas lámparas
infantiles. Y esas lámparas los mantiene vivos”, transformando, iluminando sus
vidas.
En
Monelle hay pasos y muerte, pascua y resurrección, porque Monelle muere y
resucita. Y en su resurrección nos dice que “Todo cambia sin cesar, pero nos
hemos acostumbrado al cambio y ya no lo percibimos. Nuestro error fue
detenernos de esa manera en la vida y, quedándonos quietos, mirar pasar las
cosas, o intentar detener la vida y construir una mirada eterna entre las
ruinas flotantes”.
Y
es Monelle misma quien relata que cada noche encienden un fuego en un lugar
distinto y alrededor del fuego inventan historias de pigmeos y muñecas
vivientes. Palabra, como medio que hace posible la experiencia.
Mientras
Monelle se pierde y se encuentra, mientras resucita e inventa historias nuevas
cada noche a la luz de pequeñas lámparas, Icera permanece en sus pequeños
vestidos y muebles de muñeca sin crecer “por estar destinada a dormir noches futuras
en aquella caja, que impidiera su crecimiento en el pasado”. No crece y no hay
otro futuro que el que le espera en esa caja de muñeca. Sin procesamiento, sin
sujeto colectivo, sin palabra mediadora, sin posibilidad de historia.
Icera
se presenta bajo las apariencias del encierro y la soledad, en una repetición y
sostenimiento de lo conocido, empequeñecida. Icera encontró esa forma de estar
ante lo desconocido, la de sostenerse en el pequeño ámbito conocido y
resguardado de la caja de muñecas.
Por
el contrario, aquello que entendemos por experiencia, es lo que se nos presenta
de forma inmediata apaciguando la sensación de angustia o de inquietud ante lo
desconocido. Es aquello que nos previene de ser sorprendidos por una ignorancia
que nos implica. Ignorancia que nos interpela y para lo cual no tenemos
palabras que puedan nombrarlo, que se erige como amenaza y ante lo cual no
tenemos palabra que ofrecer.
Esa
historia la conozco; puedo contarla, dice Ramiro
Walter
Benjamin denuncia la pérdida de la experiencia en la sociedad de postguerra, el
silencio, la “pobreza de experiencia” consecuencia de la catástrofe de la
guerra. Giorgio Agamben cree que ya no
necesitamos catástrofes de ese tipo; es la cotidianeidad presente en las
ciudades modernas la que resta experiencia. Es la incapacidad de traducirse en
experiencia lo que vuelve hoy insoportable la existencia cotidiana, plantea.
Es
entonces lo cotidiano, lo próximo, la fuente de donde abrevar y de donde se
hace experiencia. Acontecimientos comunes e insignificantes pueden ser punto de
partida, suma, eslabón, para
constituirse en experiencia.
Pero
también puede ese mismo cotidiano ser incapaz de traducirse en experiencia, si es
la atrocidad de la guerra como lo expresaba Benjamin, o la violencia, el
olvido, la pobreza, la injusticia o el mismo hecho de resguardarse en una caja
de muñecas para no crecer.
Tanto
la ausencia, la pobreza, como la sobreabundancia extrema, nos dejan sin palabra,
privan de experiencia.
Hechos
que pueden presentarse como lluvia necesaria para crecer y se constituyen en experiencia,
o sequía y diluvio que terminan devastando.
Creemos
con Agamben que “La experiencia tiene su correlato necesario no en el
conocimiento, sino en la autoridad…autoridad que en el tiempo presente tiene su
fundamento en lo inexperimentable y nadie estaría dispuesto a aceptar como
válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia.”
Palabra
que lo pone en posición de autoridad; “puedo contarla”. La contracara de “condensarse
en autoridad, en relato, en palabra” de la experiencia es la de condensarse en
sumisión o sometimiento, sin historia ni palabra sobre la cual constituirse
sujeto, ante una realidad que angustia, carente de oportunidades para la experiencia.
Ante
la crudeza de la realidad y la perdida de fantasía, sin palabra que medie, solo
es posible repetir lo conocido. Y si eso es pobreza, violencia, eso se
sostendrá y replicará. El perpetuo retorno de lo mismo, opuesto al progreso que
implica el camino vital, se ubica del lado de la pulsión de muerte, plantea Freud.
Ramiro
podría decirnos: El cuento del mono coco lo conozco y puedo contarlo yo.
No
genera miedo, angustia ni ansiedad, porque “ese cuento lo conozco y lo hago mío”
nos diría.
La
experiencia es entonces refugio, bálsamo, camino que permite condensarse en
autoridad, en palabra, en relato. Por el contrario, la orfandad, el silencio,
la falta de palabra son causa y consecuencia de la pobreza de experiencia.
Y
es cuando hay lugar para la experiencia cuando se acoge a uno mismo y al otro,
mutuamente, y allí la experiencia se constituye palabra, relato, dialogo.
Y
esto es aún más relevante en el niño, en el infante que es “el que no puede
hablar”. Tendrá voz, pero no palabra y mucho menos relato. Palabra y relato que
se conformaran con esos otros que lo acogen. Hospedar, al infante sin palabra,
al niño, como el pobre, el indígena, el migrante, el desplazado, es también la
posibilidad, el ámbito para construir relato e historia.
Y
cuando la falta de espacios/oportunidades para hacer experiencia, cuando la
violencia que paraliza y silencia se instala ante el que no tiene voz, eso
mismo es violencia y orfandad.
La
repetición, el sostener el relato conocido, el quedarse en la experiencia
conocida, reafirma, pero al mismo tiempo limita. No permite crecer, como fue
con Icera.
Hacer
experiencia como elaboración colectiva, alejada del subjetivismo y de la comprensión
del ser humano como espejo del mundo, permitiendo la posibilidad de
transformarlo, ampliando su concepción más allá del ámbito del conocimiento, como
experiencia religiosa y experiencia estética que adquiere una potencialidad política,
transformadora, como motor de cambio.
Privados
de experiencia quedamos a la intemperie, desamparados. Hospedar,
particularmente a quien aún carece de la palabra, es brindar el espacio para la
experiencia, es cobijar y abrigar.
PD
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